sábado, 25 de septiembre de 2010

Tres hombres y un cuadro

Unos zapatos fervientemente lustrados subían parsimoniosos la escalera del Museo Nacional de Bellas Artes. Pertenecían a un señor de unos setenta años que transitaba las escalinatas con cierta dificultad, montado en un cuerpo encorvado, ya cansino, ayudado por un bastón de madera. Llevaba un traje azul oscuro, camisa blanca y paraguas negro, previendo la lluvia que anunciaban las pesadas nubes que cubrían el cielo. Una vez dentro del museo, recorrió con elegancia el hall hasta el salón donde se exhibía la colección de pintura universal. Por medio de un intercambio entre museos de diferentes ciudades, obras famosas de todo el mundo se expondrían en diferentes países durante un mes, para luego seguir su viaje por lugares remotos. Aquel era el día en que se inauguraba la exposición en Buenos Aires.
El señor del traje azul recorrió la galería contemplando las pinturas de las que sólo había tenido novedad por los libros. Le deslumbraron las técnicas, los diferentes estilos que podía describir con facilidad e imaginar, pero nunca había tenido delante de sus ojos. Aunque finalmente, podía adivinar los trazos tal cual eran sin necesidad de verlos. No pensaba que supiera menos de pintura por el hecho de no haber podido viajar a Europa y ver las grandes obras de arte universal en vivo y en directo. Al haberse dedicado a la crítica de arte, podía señalar el movimiento pictórico a que correspondía cada cuadro y describir con precisión los movimientos de pincel que se adivinaban en los trazos dibujados en el lienzo. Sin embargo, agradeció que antes de morir, la vida le hubiera dado la oportunidad de reunir en un sólo museo a escasos minutos de donde vivía, las pinturas sobre las que había hablado y enseñado toda su vida.
Luego de recorrer por casi una hora la inmensa cantidad de pinturas traídas de remotas regiones, frenó su marcha para contemplar una reproducción de La Ultima Cena, de Leonardo da Vinci. Era bastante buena, pensó, a pesar de no ser la original ya que se trata de un mural pintado sobre la pared de un convento en Milán. Frente a la pintura, un monje budista vestido con una especie túnica blanca reposaba sentado delante del enorme cuadro. El anciano se sintió incómodo por la extraña forma de contemplación del oriental, más aún cuando, al avanzar un poco más hacia el cordón dorado que protegía la famosa pintura, vio que el oriental tenía los ojos cerrados. Qué desperdicio, pensó, y continuó evaluando los detalles del cuadro. Volvió a mirar al oriental sentado en el piso y por un momento, sintió curiosidad, de modo que cerró los ojos luego de fijar la mirada en el centro del cuadro. La maravilla pictórica desapareció en una nube de oscuridad al cerrar sus párpados. “El cuadro sigue allí- pensó- lo sé, aunque ya no lo vea”. De la misma manera que podía reconstruirlo en sus detalles durante sus clases en el Instituto Universitario Nacional de Arte, aunque nunca lo había visto. En realidad, no podía saber si el cuadro estaba allí, aunque lo mirara o incluso lo tocara (de lo que desistió debido a las medidas de seguridad que se lo impedían, y con el fin de evitar escándalos o que su curiosidad fuera interpretada como un comportamiento delictivo). Si no podía estar seguro de que ese cuadro estuviera allí, a dos o tres pasos de sus pies, de lo único que podía estar seguro era de sus conocimientos, de que podía reconstruir los detalles de ese cuadro gracias a que los había estudiado desde que egresó de la secundaria en el Colegio Nacional Buenos Aires. Estaba tan sumido en sus pensamientos que no advirtió que había permanecido con los ojos cerrados por casi cinco minutos, hasta que su atención volvió a distraerse cuando lo sacó de trance una voz masculina, más bien suave.
- No sabe la nostalgia que me genera este cuadro. Al principio, no supe por qué. Pero al rato me di cuenta que esas vasijas, esos platos, y la mesa alargada me recuerdan a los almuerzos de mi infancia en casa de mi abuela.
- Es una pena que no pueda apreciarlo más allá de ese recuerdo personal. Este cuadro fue pintado entre 1495 y 1497 por Leonardo da Vinci, durante el Renacimiento. Se trata de una reproducción, ya que el original es un mural pintado en el refectorio del convento dominico de Santa Maria delle Grazie, en Milán
- Ud. Sabe mucho de pintura.
- Si, me he dedicado a la crítica de arte.

Un aullido interrumpió la amable conversación de los dos caballeros. Era el monje, que ahora tenía la mirada perdida en un punto fijo del cuadro. Su mirada era placentera.

- Al parecer, lo disfruta a su manera- comentó burlón Elvio a su compañero de visita.
- Si, bueno…es de una cultura muy diferente a la nuestra. Igualmente, yo pienso que cada persona ve en los cuadros su propia historia, sus inclinaciones, pinta su propio cuadro con el que haya hecho el pintor. Seguramente cada cual se detiene en diferentes detalles que le llaman la atención, para construir el cuadro que ve. Al parecer, a este hombre le trae buenos recuerdos este cuadro, que en mí genera cierta amargura.
- Perdón, ¿podría preguntarle su nombre?- dijo el señor mayor.
- Julio Aragón, ¿cómo es el suyo?- contestó el segundo visitante vestido con un sweater color beige, un pantalón marrón y mocasines en el mismo tono.
- Elvio Quiñones, para servirle- dijo, mientras extendía su mano.


Al estrechar las manos, los visitantes fueron parte de una extraña experiencia, que no se explicarían el resto de sus días. De repente, el museo se desvaneció y se encontraron en un edificio antiguo. Al mirar a su alrededor, divisaron una mesa con diez hombres, que parecían los apóstoles y en el centro un hombre oriental, vestido con una túnica blanca similar a la que suele llevar Jesucristo en las reproducciones que se han hecho de él. Los hombres se miraron sorprendidos.

- ¿Qué es esto, cómo llegamos aquí?- preguntó desconcertado Elvio, con voz temblorosa.
- Creo que estamos en la última cena, la de Jesucristo. Nos hemos metido dentro del cuadro- contestó Julio, fascinado.
- Allí debería estar Jesucristo, pero hay un señor oriental- dijo Elvio en voz baja, acercándose a la oreja de Julio.
- Creo que se trata del monje que estaba meditando en el museo.

El monje los invitó a sentarse a la mesa con una sonrisa y un gesto que parecía una reverencia. Elvio se acercó vacilante y arrimó la silla. Su amigo Julio parecía más animado, los aires nostálgicos del cuadro y el día se habían esfumado mientras una luz exterior esparcía sus rayos por un tragaluz de vitraux. Comieron y bebieron hasta el hartazgo y se rieron con los hombres, que hablaban varios idiomas a la perfección. Elvio empezó a sentirse más cómodo al poder hablar nuevamente en alemán, el idioma de su esposa, que había muerto hacía ya diez años. Tal era su placer que lanzó un pequeño aullido de alegría, que lamentablemente, lo despertó de aquel magnífico trance. Cuando abrió los ojos, el monje ya se había ido y su nuevo amigo también. Pensó que se había quedado dormido y aquello había sido un sueño, un bellísimo sueño, tanto que había parecido real. Sus sentidos lo habían engañado una vez más, pero no podía ser otra cosa que un sueño.