miércoles, 27 de octubre de 2010

Agridulce

Lagrimas censadas


Censar es una experiencia maravillosa. De eso hubiera tratado este post si esa experiencia inigualable no se hubiera topado con el amargo imprevisto de la muerte. El sol inundando de luz el barrio de Ciudadela y sus monoblocks revestidos de una digna pobreza, tantas veces distorsionados por el tono amarillento de las noticias y el gris ocre de los prejuicios, mientras- sin que lo supiéramos- sobrevolaban invisibles los cuervos. Todo esto hizo que hoy sea uno de esos días profundamente contradictorios, agridulces. Porque esta infinita amargura, esta tristeza, esta bronca contra la parca siempre inoportuna, se diluye en las miradas de esos pibes y pibas que poblaron la Plaza de Mayo, en la honda pena de los ojos del que va en el colectivo, cansado de la desazón de saber que nunca nos la hacen fácil, ni siquiera el destino se porta de no meter la cola. La amargura se disuelve en el aplauso compartido y la mirada hipnotizada, el silencio respetuoso de un pueblo que está de luto. Y también en la dulzura de los chicos que contestaban alegres las preguntas con una sonrisa cautivante, en la simpatía de la gente, en sus ganas de contar sus males y de mostrar sus dichas y sus conquistas, su orgullo, su agradecimiento. Una señora me dijo decía que le daba vergüenza ir a pedir un descuento en la luz por ser jubilada, y pensar que a otros no se les cae la cara cuando protestan contra las retenciones agropecuarias. Si ella supiera que en este mundo -al que le falta más de un tornillo- se quejan más los que más tienen.

La incredulidad del primer momento se iba transformando en sutil desasosiego, en espanto, y se reforzaba el deber de la tarea. “¿Van a seguir censando o se suspende?”, preguntaba la gente en su estupor. “Seguimos por supuesto” era la respuesta, porque ahora más que nunca, queríamos contribuir desde nuestro pequeño espacio para que el país pueda seguir su camino- este camino- en esta hora negra de pájaros de mal agüero. Y entre pregunta y pregunta, surgía la respuesta espontánea que no necesitaba interrogación, la que no estaba en el cuestionario porque no podían preverse las perversiones del futuro.

-“Mierda que se murió justo un tipo que hizo algo por los pobres, que dio este dinero para los chicos, que aumentó la jubilación”.

-“Qué triste, era tan sencillo, un buen tipo, me acuerdo cuando asumió que se paseaba entre la gente, era distinto a otros políticos”.

O las lágrimas del señor que atendió a Ana en Parque Chacabuco, desde la ventana porque quizás no le daban las ganas para abrir la puerta, y con los ojos llorosos le dijo una frase, de tan simple tan cierta, “Qué cagada”.

Pero había que seguir censando, aún con ese nudo en la garganta, con los aullidos de los televisores prendidos de absolutamente todas las casas, mascullando una verdad que costaba digerir. Y aún tras el cansancio demoledor de una larga jornada, recargarse de pueblo en la plaza, entre las banderas de murales y figuras peronistas, guevaristas, de parejas abrazadas, de Perón y Evita, Néstor y Cristina, épicas y tragedias populares. Los pañuelos de las madres y los recuerdos de quienes no están por la inclemencia del destierro definitivo, reafirman que el horror de cada muerte es infinito. La palabra gracias, escrita una y mil veces. Gracias por la pasión, por el compromiso y por la entrega. Gracias por la alegría, por la valentía. Y qué suerte por la alegría, por los recuerdos, por el aporte a volver a constituirnos como pueblo, como sujetos políticos, a volver a confiar en la política como espacio de transformación y combatir su degradación en mero tráfico de influencias poderosas. Gracias por el humor del “¿Que te pasa Clarín, estás nervioso?”, por la valentía de obligar a un milico a que descuelgue el cuadro de Videla, por la pasión, por la entrega. La necesidad de pensar no en tu muerte sino en tu vida, y la suerte de tener una compañera de carne, hueso, uña y dientes, que va a defender tu legado como una reina guerrera. Y llevará tu nombre como bandera a la victoria.