Suena Las Luces del Estadio, los acordes se sienten como puñaladas en el pecho y la letra te va descosiendo poco a poco el corazón que habías arreglado a puro remiendo, y con tanta dedicación. Esas noches que se acaban cuando todavía las piernas se mueven solas y la mano busca el vaso, la lengua su conversación, la risa su motivo. Queda el agijón de la culpa de aquellos momentos en que preferimos vivir cuidando un empate y no intentamos la milagrosa jugada de gol que nos ofrecía la gloria, a todo o nada. Las noches de milonga, las noches de baile que crueles se acaban, que tienen final cuando deberían ser eternas. Cuando se anuncia el maldito sol perforando el cristal de las ventanas y las pupilas se protegen instintivamente de ese atropello inesperado, de ese golpe sucio. Su final se siente como el de un fin de semana, de una vacación en la costa, de un cumpleaños o el fin de un amor. La muerte absurda de aquello que nació para ser eterno. Pero no apuren el final amigos, aguanten, que son sólo las luces del estadio…
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